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Obra de la pintora norteamericana Romaine Brooks |
Ida Rubinstein fue bailarina afamada del período de la Belle
Époque. Sin embargo la fama en este campo no le llegó por su calidad sino por
su imagen, por su presencia escénica, capaz de anular al resto de elementos que
había en el escenario. Aunque comenzó a bailar siendo una adolescente su entrenamiento
formal en el campo de la danza fue tardío y, a falta de técnica, hizo de su
capacidad de interpretación su mejor bandera sabiendo aferrarse a ella con con
fuerza y escogiendo trabajar en obras que se adaptaban como un guante a sus
condiciones físicas y expresivas.
En todos los sentidos Ida Rubinstein era lo que algunos
llaman un "animal escénico", capaz
de seducir tanto en encima del
escenario como en el patio de butacas. La primera oportunidad de subir a las
tablas le llegó, nada más y nada menos, que de mano de Michel Fokine,
considerado por muchos como un revolucionario del ballet. La obra elegida para
su debut en 1909 fue la "Salomé" de Oscar Wilde y en su
interpretación Rubinstein no dejó indiferente a nadie ya que se desnudó por completo
en la Danza de los Siete Velos. Imposible ya no hablar de ella. Después de
Fokine le llegó el turno de seducir al empresario Serguéi Diáguilev, quien la
eligió para formar parte del elenco de los Ballets Rusos, que hacían giras por
toda Europa. Con esta prestigiosa compañía se puso en la piel de Cleopatra en
1909 y de la pérfida Scheherazade en el montaje de "Las mil y una
noches" del año 1910.
Su carrera como bailarina fue larga se mantuvo activa hasta
el inicio de la II Guerra Mundial. La expresión, la sensualidad y el dramatismo
extremo estuvieron siempre presentes en sus trabajos.
Otra faceta de Ida Rubinstein que la
convierte su biografía en algo apasionante fue una musa de su época, una fuente de inspiración ligada
siempre a la polémica y a la ruptura de esquemas y convenciones sociales. La
más fuerte de todas, la que protagonizó al llevar a escena "Le marthyre de
Saint Sébastien"(1912), con libreto de Gabriele D'Annunzio y música de
Claude Debussy. En esta obra Rubinstein se ponía en la piel de San Sebastián y
para las autoridades eclesiásticas y la sociedad conservadora de la época aquello
fue poco menos que una herejía y no sólo porque una mujer se metiera en el
papel del mártir sino porque, además, esa mujer era judía.
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Tampoco la música pudo escapar a los encantos de Ida
Rubinstein. En 1927 y siguiendo la costumbre de buscar sus propias
composiciones, la bailarina encargó Maurice Ravel, que acababa de llegar de una
exitosa gira por Estados Unidos y Canadá, un ballet inspirado en España. Viendo
el carácter y la hipnótica presencia de Rubinstein Ravel se vió directamente
sumido en una antigua danza andaluza, el bolero, que le sirvió de inspiración
para firmar una auténtica obra maestra.